sábado, 13 de febrero de 2021

VIVIR PARA CONTARLA

 


VIVIR PARA CONTARLA: UNA CÁTEDRA DE PERIODISMO, HISTORIA Y LITERATURA.

 

Edgardo Rafael Malaspina Guerra

 

(Un médico venezolano convenció a los padres de Gabriel García Márquez ,renuentes a aceptar su vocación por las letras, de que esa elección era la más acertada. Además , el primer cuento se lo escuchó a una maestra venezolana.)

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Vivir para contarla (2002) de Gabriel García Márquez, es un relato autobiográfico sobre sus años juveniles. El discurso se hilvana bajo la premisa de que “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. La madre lo busca para que le acompañe a vender la casa. Viajan en tren hacia Aracataca, pero también hacia los recuerdos de la infancia.  Gabo cuenta cómo se fue haciendo escritor, sobre sus primeros pasos como reportero y sobre sus primeros cuentos que lo llevaron paulatinamente hacía los grandes relatos. Además, se refiere a hechos históricos como el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948 y a un serie de cambios socioeconómicos y políticos en su país y en toda Latinoamérica.  Esto convierte a la obra en una cátedra de periodismo, historia y literatura.

Aquí encontraremos referencias al oficio del escritor, pero también sobre poesía,  música , cantos , bailes ,  tertulias literarias, de la resonancia poética del nombre de una finca cercana a Aracataca “Macondo”, cafés,  burdeles, su miedo a los aviones, sus temores a morir joven y en la calle y su vicio con el cigarrillo (Dejar de fumar es como matar a un ser querido) : no podía hablar si no tenía humo en la boca. Hay un largo párrafo dedicado a las circunstancias bajo las cuales escribió “Relato de un náufrago” , y la posterior conducta ingrata del héroe del libro que lo demandó ante los tribunales por unos supuestos derechos de autor. Se habla también de la admiración de su abuelo por el Libertador y de un supuesto tesoro que perteneció a Bolívar. Esto lo marcó al momento de escribir “El general en su laberinto”. El libro contiene además muchos anécdotas familiares e información histórica que luego utilizó en sus obras. El texto finaliza con la carta que le envió a su futura esposa quien siempre había eludido darle una respuesta a sus propuestas matrimoniales.

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 El padre, Gabriel Eligio, se oponía a que se convirtiera en escritor. Quería para él una carrera universitaria. La madre, Luisa Santiaga, trataba de persuadirlo para que no contrariara al padre. Un médico venezolano los convenció de que la escritura era una elección acertada, una profesión digna y con mucho futuro. El doctor Barboza “Había llegado al pueblo a principios del siglo, entre los incontables venezolanos que lograban escapar por la frontera de La Guajira al despotismo feroz de Juan Vicente Gómez. El doctor había sido uno de los primeros arrastrados por dos fuerzas contrarias: la ferocidad del déspota de su país y la ilusión de la bonanza bananera en el nuestro. Desde su llegada se acreditó por su ojo clínico —como se decía entonces— y por las buenas maneras de su alma. Fue uno de los amigos más asiduos de la casa de mis abuelos, donde siempre estaba la mesa puesta sin saber quién llegaba en el tren”.

La madre, junto con Gabo,  llegó a la casa del doctor, su compadre:

“Desde el principio de la conversación me sentí ante el doctor con la misma edad que tenía cuando le hacía burlas por la ventana, de modo que me intimidó cuando se dirigió a mí con la seriedad y el afecto con que le hablaba a mi madre. Cuando era niño, en situaciones difíciles, trataba de disimular mi ofuscación con un parpadeo rápido y continuo. Aquel reflejo incontrolable me volvió de pronto cuando el doctor me miró. El calor se había vuelto insoportable. Permanecí al margen de la conversación por un rato, preguntándome cómo era posible que aquel anciano afable y nostálgico hubiera sido el terror de mi infancia. De pronto, al cabo de una larga pausa y por cualquier referencia banal, me miró con una sonrisa de abuelo.

—Así que tú eres el gran Gabito —me dijo—. ¿Qué estudias?

Disimulé la ofuscación con un recuento espectral de mis estudios: bachillerato completo y bien calificado en un internado oficial, dos años y unos meses de derecho caótico, periodismo empírico. Mi madre me escuchó y enseguida buscó el apoyo del doctor.

—Imagínese, compadre —dijo—, quiere ser escritor. Al doctor le resplandecieron los ojos en el rostro.

—¡Qué maravilla, comadre! —dijo—. Es un regalo del cielo —Y se volvió hacia mí—: ¿Poesía?

—Novela y cuento —le dije, con el alma en un hilo.

Él se entusiasmó:

—¿Leíste Doña Bárbara?

—Por supuesto —le contesté—, y casi todo lo demás de Rómulo Gallegos.

 Como resucitado por un entusiasmo súbito nos contó que lo había conocido en una conferencia que dictó en Maracaibo, y le pareció un digno autor de sus libros. La verdad es que, en aquel momento, con mi fiebre de cuarenta grados por las sagas del Misisipí, empezaba a verle las costuras a la novela vernácula. Pero la comunicación tan fácil y cordial con el hombre que había sido el pavor de mi infancia me parecía un milagro, y preferí coincidir con su entusiasmo. Le hablé de “La Jirafa” —mi nota diaria en El Heraldo— y le avancé la primicia de que muy pronto pensábamos publicar una revista en la que fundábamos grandes esperanzas. Ya más seguro, le conté el proyecto y hasta le anticipé el nombre: Crónica.

Él me escrutó de arriba abajo.

—No sé cómo escribes —me dijo—, pero ya hablas como escritor.

Mi madre se apresuró a explicar la verdad: nadie se oponía a que fuera escritor, siempre que hiciera una carrera académica que me diera un piso firme. El doctor minimizó todo, y habló de la carrera de escritor. También él hubiera querido serlo, pero sus padres, con los mismos argumentos de ella, lo obligaron a estudiar medicina cuando no lograron que fuera militar.

—Pues mire usted, comadre —concluyó—. Médico soy, y aquí me tiene usted, sin saber cuántos de mis enfermos se han muerto por la voluntad de Dios y cuántos por mis medicinas.

Mi madre se sintió perdida.

—Lo peor —dijo— es que dejó de estudiar derecho después de tantos sacrificios que hicimos por sostenerlo.

Al doctor, por el contrario, le pareció la prueba espléndida de una vocación arrasadora: la única fuerza capaz de disputarle sus fueros al amor. Y en especial la vocación artística, la más misteriosa de todas, a la cual se consagra la vida íntegra sin esperar nada de ella.

 —Es algo que se trae dentro desde que se nace y contrariarla es lo peor para la salud —dijo él. Y remató con una encantadora sonrisa de masón irredimible—: Así sea la vocación de cura.

Me quedé alucinado por la forma en que explicó lo que yo no había logrado nunca. Mi madre debió compartirlo, porque me contempló con un silencio lento, y se rindió a su suerte.

—¿Cuál será el mejor modo de decirle todo esto a tu papá? —me preguntó.

—Tal como acabamos de oírlo —le dije.

 

—No, así no dará resultado —dijo ella. Y al cabo de otra reflexión, concluyó—:

Pero no te preocupes, ya encontraré una buena manera de decírselo.

3

“Entre los venezolanos, la más cercana a nosotros fue misia Juana de Freytes, una matrona rozagante que tenía el don bíblico de la narración. El primer cuento formal que conocí fue “Genoveva de Brabante”, y se lo escuché a ella junto con las obras maestras de la literatura universal, reducidas por ella a cuentos infantiles: la Odisea, Orlando furioso, Don Quijote, El conde de Montecristo y muchos episodios de la Biblia”.

4

En su juventud se acostaba con la mujer de un policía. Un madrugada abandonó el lecho de la infiel, y en la calle se encontró con el cornudo quien le pidió fuego para encender un cigarrillo. A acercársele el policía le dijo: ¡Hueles a puta!

5

Música:

-Música es todo lo que suena, y el trabajo de establecer si es buena o mala es posterior…Lo único mejor que la música es hablar de música…La música me ha gustado más que la literatura hasta el punto que no logro escribir con música de fondo porque le presto más atención a esta que a lo que estoy escribiendo.

-El único reposo que me permitía en aquellos tiempos de atafagos fueron las lentas tardes de los domingos en casa de Álvaro Mutis, que me enseñó a escuchar la música sin prejuicios de clase. Nos tirábamos en la alfombra oyendo con el corazón a los grandes maestros sin especulaciones sabias. Fue el origen de una pasión que había empezado en la salita escondida de la Biblioteca Nacional, y nunca más nos olvidó. Hoy he escuchado tanta música como he podido conseguir, sobre todo la romántica de cámara que tengo como la cumbre de las artes. En México, mientras escribía Cien años de soledad — entre 1965 y 1966—, sólo tuve dos discos que se gastaron de tanto ser oídos: los Preludios de Debussy y Qué noche la de aquel día, de los Beatles. Más tarde, cuando por fin tuve en Barcelona casi tantos como siempre quise, me pareció demasiado convencional la clasificación alfabética, y adopté para mi comodidad privada el orden por instrumentos: el chelo, que es mi favorito, de Vivaldi a Brahms; el violín, desde Corelli hasta Schönberg; el clave y el piano, de Bach a Bartók. Hasta descubrir el milagro de que todo lo que suena es música, incluidos los platos y los cubiertos en el lavadero, siempre que cumplan la ilusión de indicarnos por dónde va la vida.

6

Luego de haber publicado tres cuentos , tener fama de buen escritor y ser reconocido como una promesa en el mundo de las letras, sintió que decaían sus ánimos por ser escritor. En esa época su madre le dictaba cartas y luego le corregía los errores ortográficos. Tenía veinte años.

7

El conde de Montecristo de Alejandro Dumas (padre) es una obra extraordinaria,  “pero es más un reportaje periodístico que una novela”. Los libros de Kafka y Faulkner fueron sus motivos de inspiración.  Alejandro dumas: el conde de montecristo “es más un reportaje periodístico que una novela, pero es maravilloso.

8

 Las “Coplas por la muerte de su padre “ de Jorge Manrique (c. 1440-1479) son los versos más hermosos que he leído:

Recuerde el alma dormida

avive el seso y despierte

contemplando

cómo se pasa la vida

cómo se viene la muerte,

tan callando;

cuán presto se va el placer,

cómo, después de acordado,

da dolor;

cómo, a nuestro parecer,

cualquiera tiempo pasado,

fue mejor.

9

Quería ser reportero más que cuentista.

10

A su pueblo lo recordaba como “ un lugar bueno para vivir, donde se conocía todo el mundo, a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.

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Un tío una vez le dijo:

No sé cómo has podido ser escritor con tan mala memoria.

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Sobre la ortografía:

“Sin embargo, lo que más me afectó de la entrevista fue haberme enfrentado, una vez más, a mi drama personal con la ortografía. Nunca pude entenderlo. Uno de mis maestros trató de darme el golpe de gracia con la noticia de que Simón Bolívar no merecía su gloria por su pésima ortografía. Otros me consolaban con el pretexto de que es un mal de muchos. Aún hoy, con diecisiete libros publicados, los correctores de mis pruebas de imprenta me honran con la galantería de corregir mis horrores de ortografía como simples erratas”.

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Los pasquines:

 

Entonces supimos que la noche anterior habían puesto un pasquín… Al principio fue evidente que los pasquines habían sido escritos por la misma persona, con el mismo pincel y en el mismo papel…En La mala hora, mi tercera novela escrita veinte años después, me pareció un acto de decencia simple no usar casos concretos ni identificables, aunque algunos reales eran mejores que los inventados por mí. La verdad es que los pasquines sólo me sirvieron como punto de partida de un argumento …

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Su tía Petra es Úrsula:

Mi recuerdo más inquietante de aquellos tiempos es el de la tía Petra, hermana mayor del abuelo, que se fue de Riohacha a vivir con ellos cuando se quedó ciega. Vivía en el cuarto contiguo a la oficina, donde más tarde estuvo la platería, y desarrolló una destreza mágica para manejarse en sus tinieblas sin ayuda de nadie. Aún la recuerdo como si hubiera sido ayer, caminando sin bastón como con sus dos ojos, lenta, pero sin dudas, y guiándose sólo por los distintos olores. Reconocía su cuarto por el vapor del ácido muriático en la platería contigua, el corredor por el perfume de los jazmines del jardín, el dormitorio de los abuelos por el olor del alcohol de madera que ambos usaban para frotarse el cuerpo antes de dormir, el cuarto de la tía Mama por el olor del aceite en las lámparas del altar y, al final del corredor, el olor suculento de la cocina.

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Admiración del abuelo por Bolívar:

Luego, con una voz trémula que no parecía la suya, me leyó un largo poema colgado junto al cuadro, del cual sólo recordé para siempre los versos finales: “Tú, Santa Marta, fuiste hospitalaria, y en tu regazo, tú le diste siquiera ese pedazo de las playas del mar para morir”. Desde entonces, y por muchos años, me quedó la idea de que a Bolívar lo habían encontrado muerto en la playa. Fue mi abuelo quien me enseñó y me pidió no olvidar jamás que aquél fue el hombre más grande que nació en la historia del mundo. Confundido por la discrepancia de su frase con otra que la abuela me había dicho con un énfasis igual, le pregunté al abuelo si Bolívar era más grande que Jesucristo. Él me contestó moviendo la cabeza sin la convicción de antes:

—Una cosa no tiene nada que ver con la otra.

Con el correr del tiempo Gabriel García Márquez recopilará abundante material histórico para escribir “El general en su laberinto”.

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Dos presidentes venezolanos:

Pero la colonia inolvidable para nosotros fue la venezolana, en una de cuyas casas se bañaban a baldazos en las albercas glaciales del amanecer dos estudiantes adolescentes en vacaciones: Rómulo Betancourt y Raúl Leoni, que medio siglo después serían presidentes sucesivos de su país.

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Empecé a fumar a mi manera de entonces, encendiendo uno con la colilla del otro, mientras releía Luz de agosto, de William Faulkner, que era entonces el más fiel de mis demonios tutelares.

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Me cansé de leer con el temblor insoportable y las luces mezquinas del corredor, y me senté a fumar a su lado, tratando de salir a flote de las arenas movedizas del condado de Yoknapatawpha. Había desertado de la universidad el año anterior, con la ilusión temeraria de vivir del periodismo y la literatura sin necesidad de aprenderlos, animado por una frase que creo haber leído en Bernard Shaw: “Desde muy niño tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela”.

19

 Mi abuelo había sido alcalde dos veces y además tenía una noción alegre del dinero, pero sólo viajaba en segunda si iba con alguna mujer de la familia. Y cuando le preguntaban por qué viajaba en tercera, contestaba: “Porque no hay cuarta”.

20

Cuando la madre le preguntó nuevamente que decirle al padre. Él le contestó:

—Dígale que lo único que quiero en la vida es ser escritor, y que lo voy a ser.

21

Macondo es una palabra con resonancia poética:

El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética. Nunca se lo escuché a nadie ni me pregunté siquiera qué significaba. Lo había usado ya en tres libros como nombre de un pueblo imaginario, cuando me enteré en una enciclopedia casual que es un árbol del trópico parecido a la ceiba, que no produce flores ni frutos, y cuya madera esponjosa sirve para hacer canoas y esculpir trastos de cocina. Más tarde descubrí en la Enciclopedia Británica que en Tanganica existe la etnia errante de los macondos y pensé que aquél podía ser el origen de la palabra. Pero nunca lo averigüé ni conocí el árbol, pues muchas veces pregunté por él en la zona bananera y nadie supo decírmelo. Tal vez no existió nunca.

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Sobre el náufrago: Luego de publicado los reportajes sobre el náufrago en El Espectador se hizo una publicación en forma de libro. Inspirado en un sentimiento de justicia y en mi admiración por el marino heroico, escribí al final del prólogo: “Hay libros que no son de quien los escribe sino de quien los sufre, y éste es uno de ellos. Los derechos de autor, en consecuencia, serán para quien los merece: el compatriota anónimo que debió padecer diez días sin comer ni beber en una balsa para que este libro fuera posible”. No fue una frase vana, pues los derechos del libro fueron pagados íntegros a Luis Alejandro Velasco por la editorial Tusquets, por instrucciones mías, durante catorce años. Hasta que el abogado Guillermo Zea Fernández, de Bogotá, lo convenció de que los derechos le pertenecían a él (por ley), a sabiendas de que no eran suyos, sino por una decisión mía en homenaje a su heroísmo, su talento de narrador y su amistad.

La demanda contra mí fue presentada en el Juzgado 22 Civil del Circuito de Bogotá. Mi abogado y amigo Alfonso Gómez Méndez dio entonces a la editorial Tusquets la orden de suprimir el párrafo final del prólogo en las ediciones sucesivas y no pagar a José Alejandro Velasco ni un céntimo más de los derechos hasta que la justicia decidiera. Así se hizo. Al cabo de un largo debate que incluyó pruebas documentales, testimoniales y técnicas, el juzgado decidió que el único autor de la obra era yo, y no accedió a las peticiones que el abogado de Velasco había pretendido. Por consiguiente, los pagos que se le hicieron hasta entonces por disposición mía no habían tenido como fundamento el reconocimiento del marino como coautor, sino la decisión voluntaria y libre de quien lo escribió. Los derechos de autor, también por disposición mía, fueron donados desde entonces a una fundación docente.

23

El tesoro de Bolívar:

El amigo de Salgar, que era un empresario conocido, lo presentó como un ingeniero de minas que estaba haciendo excavaciones en un terreno baldío a doscientos metros de El Espectador, en busca de un tesoro de fábula que había pertenecido al general Simón Bolívar. Su acompañante —muy amigo de Salgar como lo fue mío desde entonces— nos garantizó la verdad de la historia. Era sospechosa por su sencillez: cuando el Libertador se disponía a continuar su último viaje desde Cartagena, derrotado y moribundo, se supone que prefirió no llevar un cuantioso tesoro personal que había acumulado durante las penurias de sus guerras como una reserva merecida para una buena vejez. Cuando se disponía a continuar su viaje amargo —no se sabe si a Caracas o a Europa— tuvo la prudencia de dejarlo escondido en Bogotá, bajo la protección de un sistema de códigos lacedomónicos muy propio de su tiempo, para encontrarlo cuando le fuera necesario y desde cualquier parte del mundo. Recordé estas noticias con una ansiedad irresistible mientras escribía El general en su laberinto, donde la historia del tesoro habría sido esencial, pero no logré los suficientes datos para hacerla creíble, y en cambio me pareció deleznable como ficción. Esa fortuna de fábula, nunca rescatada por su dueño, era lo que el buscador buscaba con tanto ahínco. No entendí por qué nos la habían revelado, hasta que Salgar me explicó que su amigo, impresionado por el relato del náufrago, quiso ponernos en antecedentes para que la siguiéramos al día hasta que pudiera publicarse con igual despliegue.

Fuimos al terreno. Era el único baldío al occidente del parque de los Periodistas y muy cerca de mi nuevo apartamento. El amigo nos explicó sobre un mapa colonial las coordenadas del tesoro en detalles reales de los cerros de Monserrate y Guadalupe. La historia era fascinante y el premio sería una noticia tan explosiva como la del náufrago, y con mayor alcance mundial. Seguimos visitando el lugar con cierta frecuencia para mantenernos al día, escuchábamos al ingeniero durante horas interminables a base de aguardiente y limón, y nos sentíamos cada vez más lejos del milagro, hasta que pasó tanto tiempo que no nos quedó ni la ilusión. Lo único que pudimos sospechar más tarde fue que el cuento del tesoro no era más que una pantalla para explotar sin licencia una mina de algo muy valioso en pleno centro de la capital. Aunque era posible que también ésa fuera otra pantalla para mantener a salvo el tesoro del Libertador.

24

Final de vivir para contarla: la carta a Mercedes Barcha desde el avión:

 

Escogí uno azul celeste y le escribí mi primera carta formal a Mercedes sentada en el portal de su casa a las siete de la mañana, con el traje verde de novia sin dueño y el cabello de golondrina incierta, sin sospechar siquiera para quién se había vestido al amanecer. Le había escrito otras notas de juguete que improvisaba al azar y sólo recibía respuestas verbales y siempre elusivas cuando nos encontrábamos por casualidad. Aquéllas no pretendían ser más que cinco líneas para darle la noticia oficial de mi viaje. Sin embargo, al final agregué una posdata que me cegó como un relámpago al mediodía en el instante de firmar: “Si no recibo contestación a esta carta antes de un mes, me quedaré a vivir para siempre en Europa”. Me permití apenas el tiempo para pensarlo otra vez antes de echar la carta a las dos de la madrugada en el buzón del desolado aeropuerto de Montego Bay. Ya era viernes. El jueves de la semana siguiente, cuando entré en el hotel de Ginebra al cabo de otra jornada inútil de desacuerdos internacionales, encontré la carta de respuesta.

25

Frases:

Robar un libro no es un delito, pero es un pecado.

-Hay que eludir los adverbios que le quitan brillo a la narración, tales como aquellos que terminan en “mente”

- Creo más en el olvido que en la memoria.

- Nadie puede ser buen escrito si no ha leído a los clásicos griegos.

- Hay bibliotecas que tienen sólo libros para vivir sin remordimientos.

-Lo primero que debe hacer un escritor es escribir sus memorias mientras tiene buena memoria.

-Hasta la realidad se equivoca cuando la literatura es mala.

-Para escribir bien hay que aprender a leer los jeroglifos de la realidad sin tocar puertas.

-Sobre la ira: “El que se emputa, se jode”.

-El que escribe mala poesía, tarde o temprano, llega a la buena poesía.

-Hablar de proyectos literarios que no se están haciendo en la realidad es una ficción de la ficción

-El terror de escribir es tan insoportable como el de no escribir.

-Hasta la adolescencia, la memoria tiene más interés en el futuro que en el pasado, así que mis recuerdos del pueblo no estaban todavía idealizados por la nostalgia.

-Nunca es tarde para el que bien comienza.

-La nostalgia borrado los malos recuerdos y magnificado los buenos.

-Si no le temes a dios, témele a la muerte.

-El que bebe solo, se muere solo

-La pluma y el papel tienen supremacía sobre la grabadora en las entrevistas.

- Al terminar la lectura de La metamorfosis me quedaron las ansias irresistibles de vivir en aquel paraíso ajeno.

-Las historias las inventa la vida, y casi siempre a golpes.

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