miércoles, 18 de mayo de 2022

EL PRIMER AMOR

 


EL PRIMER AMOR (1860)

 

Edgardo Rafael Malaspina Guerra

Novela   de Iván Turguenev sobre los espejismos del primer amor, además no correspondido, y que con el tiempo se borra como la amarga experiencia que creímos fue; y, sin embargo, queda como un grato recuerdo, al que quisiéramos regresar. Valodia ama a Zinaída como otros muchos hombres que la rodean; no obstante, ella ama a otro que no aparece en el cuadro de los pretendientes habituales . El propio padre de Valodia es el elegido. Y como siempre, pierde más el que ama más. Turguenev también aborda un tema que es recurrente en sus obras: la muerte.

1

Oh, dulces sentimientos, suaves sonidos, bondad y sosiego de mi alma que acababa de despertarse, alegría desvaneciente de los primeros enternecimientos del amor ¿dónde están, ¿dónde?

2

La libertad es la voluntad, la propia voluntad, la que, además, da el poder, que es mejor que la libertad. S sabes desearlo y serás libre, y también dominarás.

3

Me consumía cuando no estaba con Zinaída, no podía pensar en nada, ni hacer nada; pasaba los días enteros pensando intensamente en ella... Me consumía... pero en su presencia no encontraba ningún alivio.

4

Eso es lo bueno de la poesía: nos habla de lo que no existe, y de lo que no sólo es mejor de lo que existe, sino incluso de lo que es más parecido a la realidad...

5

De día hay luz y gente, pero de noche… de noche puede temerse cualquier desgracia.

6

Todo había terminado. Todas mis flores habían sido arrancadas de golpe y yacían a mi alrededor, dispersas y pisoteadas.

7

Un pensamiento no me abandonaba: ¿cómo había podido ella, una muchachita –princesa, además–, atreverse a una cosa así, sabiendo que mi padre era un hombre casado, y teniendo ella la posibilidad de casarse, aunque fuera con Bielovsórov? ¿Qué podía esperar ella? ¿Cómo no había pensado en su porvenir? Sí, me decía yo, eso es el amor, esa es la pasión, esa es la fidelidad... y recordé las palabras de Lushin: hay quien goza sacrificándose.

8

¡Cómo puede una persona no indignarse, cómo puede tolerar un golpe, venga de quien venga… aunque sea de la mano más amada! Por lo visto sucede, si se ama... ¡Y yo... yo que me imaginaba!”

9

Me sentí muy viejo, y mi amor, con todas sus emociones y sufrimientos me pareció tan mísero, tan pueril e insignificante, comparándolo con aquel otro, impenetrable para mí, que apenas si podía adivinar y que me asustaba, como si fuera un rostro desconocido, bello, pero terrible, que en vano se intenta reconocer en la penumbra...

10

Teme el amor femenino, teme esa dicha, ese veneno...

11

¡Oh, juventud! ¡Juventud! Nada te importa, parece que eres la dueña de todos los tesoros del universo, hasta la tristeza te distrae, hasta la pena te embellece; eres presuntuosa y atrevida, tú dices: ¡sólo yo vivo, mírenme! y no te das cuenta de que tus días corren y desaparecen sin dejar huella y sin ser contados, y todo en ti se derrite, como la cera al sol, como la nieve...

12

Y quizá todo el secreto de tu encanto no resida en la facultad que tienes de alcanzarlo todo, sino en la facultad de creer que todo lo puedes; reside en que lanzas al viento las fuerzas que no habrías podido emplear en ninguna otra cosa; reside en que cada uno de nosotros se considera en serio derrochador, se cree en serio que tiene derecho a decir: “¡Oh, ¡qué no haría yo si no perdiera el tiempo en vano!”

13

Ahora, cuando en mi vida comienzan a aparecer las sombras de la tarde, ¿qué otra cosa me queda más hermoso, más querido, que el recuerdo de aquella tormenta primaveral, matutina, tan fugaz como un hálito?

14

En aquella época despreocupada y juvenil, no fui sordo a la afligida voz que me clamaba, a los solemnes sonidos que llegaban hasta mí desde la tumba. Recuerdo que pocos días después de enterarme de la muerte de Zinaída, yo mismo, por propia e irresistible inclinación, presencié la muerte de la pobre anciana que había vivido en nuestra misma casa. Cubierta de andrajos, sobre unas tablas duras, con una bolsa por almohada, agonizaba dolorosamente. Toda su vida había transcurrido en una amarga lucha contra la indigencia cotidiana; no había tenido alegrías, no había saboreado la miel de la dicha, se diría que debía estar contenta de morir; ésa era su libertad, su reposo. Sin embargo, mientras su ajado cuerpo se resistía aún, mientras aún latía con dificultad su pecho bajo la mano gélida, mientras no la abandonaron las últimas fuerzas, la vieja seguía persignándose y susurraba: “Dios mío absuélveme de mis pecados...”, y sólo con la última chispa de conciencia desapareció de sus ojos la expresión de espanto y temor a la muerte... Y recuerdo que allí, ante el lecho de esa pobre anciana, me sentí sobresaltado por el recuerdo de Zinaída, y quise rezar por ella, por mi padre... y por mí.

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