EL
PRIMER AMOR (1860)
Edgardo
Rafael Malaspina Guerra
Novela
de Iván Turguenev sobre los espejismos
del primer amor, además no correspondido, y que con el tiempo se borra como la
amarga experiencia que creímos fue; y, sin embargo, queda como un grato recuerdo,
al que quisiéramos regresar. Valodia ama a Zinaída como otros muchos hombres
que la rodean; no obstante, ella ama a otro que no aparece en el cuadro de los
pretendientes habituales . El propio padre de Valodia es el elegido. Y como
siempre, pierde más el que ama más. Turguenev también aborda un tema que es
recurrente en sus obras: la muerte.
1
Oh,
dulces sentimientos, suaves sonidos, bondad y sosiego de mi alma que acababa de
despertarse, alegría desvaneciente de los primeros enternecimientos del amor
¿dónde están, ¿dónde?
2
La
libertad es la voluntad, la propia voluntad, la que, además, da el poder, que
es mejor que la libertad. S sabes desearlo y serás libre, y también dominarás.
3
Me
consumía cuando no estaba con Zinaída, no podía pensar en nada, ni hacer nada;
pasaba los días enteros pensando intensamente en ella... Me consumía... pero en
su presencia no encontraba ningún alivio.
4
Eso
es lo bueno de la poesía: nos habla de lo que no existe, y de lo que no sólo es
mejor de lo que existe, sino incluso de lo que es más parecido a la realidad...
5
De
día hay luz y gente, pero de noche… de noche puede temerse cualquier desgracia.
6
Todo
había terminado. Todas mis flores habían sido arrancadas de golpe y yacían a mi
alrededor, dispersas y pisoteadas.
7
Un
pensamiento no me abandonaba: ¿cómo había podido ella, una muchachita –princesa,
además–, atreverse a una cosa así, sabiendo que mi padre era un hombre casado,
y teniendo ella la posibilidad de casarse, aunque fuera con Bielovsórov? ¿Qué
podía esperar ella? ¿Cómo no había pensado en su porvenir? Sí, me decía yo, eso
es el amor, esa es la pasión, esa es la fidelidad... y recordé las palabras de
Lushin: hay quien goza sacrificándose.
8
¡Cómo
puede una persona no indignarse, cómo puede tolerar un golpe, venga de quien
venga… aunque sea de la mano más amada! Por lo visto sucede, si se ama... ¡Y
yo... yo que me imaginaba!”
9
Me
sentí muy viejo, y mi amor, con todas sus emociones y sufrimientos me pareció
tan mísero, tan pueril e insignificante, comparándolo con aquel otro,
impenetrable para mí, que apenas si podía adivinar y que me asustaba, como si
fuera un rostro desconocido, bello, pero terrible, que en vano se intenta
reconocer en la penumbra...
10
Teme
el amor femenino, teme esa dicha, ese veneno...
11
¡Oh,
juventud! ¡Juventud! Nada te importa, parece que eres la dueña de todos los
tesoros del universo, hasta la tristeza te distrae, hasta la pena te embellece;
eres presuntuosa y atrevida, tú dices: ¡sólo yo vivo, mírenme! y no te das
cuenta de que tus días corren y desaparecen sin dejar huella y sin ser
contados, y todo en ti se derrite, como la cera al sol, como la nieve...
12
Y
quizá todo el secreto de tu encanto no resida en la facultad que tienes de
alcanzarlo todo, sino en la facultad de creer que todo lo puedes; reside en que
lanzas al viento las fuerzas que no habrías podido emplear en ninguna otra cosa;
reside en que cada uno de nosotros se considera en serio derrochador, se cree
en serio que tiene derecho a decir: “¡Oh, ¡qué no haría yo si no perdiera el
tiempo en vano!”
13
Ahora,
cuando en mi vida comienzan a aparecer las sombras de la tarde, ¿qué otra cosa
me queda más hermoso, más querido, que el recuerdo de aquella tormenta
primaveral, matutina, tan fugaz como un hálito?
14
En
aquella época despreocupada y juvenil, no fui sordo a la afligida voz que me
clamaba, a los solemnes sonidos que llegaban hasta mí desde la tumba. Recuerdo
que pocos días después de enterarme de la muerte de Zinaída, yo mismo, por
propia e irresistible inclinación, presencié la muerte de la pobre anciana que
había vivido en nuestra misma casa. Cubierta de andrajos, sobre unas tablas
duras, con una bolsa por almohada, agonizaba dolorosamente. Toda su vida había
transcurrido en una amarga lucha contra la indigencia cotidiana; no había
tenido alegrías, no había saboreado la miel de la dicha, se diría que debía
estar contenta de morir; ésa era su libertad, su reposo. Sin embargo, mientras
su ajado cuerpo se resistía aún, mientras aún latía con dificultad su pecho
bajo la mano gélida, mientras no la abandonaron las últimas fuerzas, la vieja
seguía persignándose y susurraba: “Dios mío absuélveme de mis pecados...”, y
sólo con la última chispa de conciencia desapareció de sus ojos la expresión de
espanto y temor a la muerte... Y recuerdo que allí, ante el lecho de esa pobre
anciana, me sentí sobresaltado por el recuerdo de Zinaída, y quise rezar por
ella, por mi padre... y por mí.
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